-Casi no llegas -dijo Eduardo-. Adelante. Ya está lista la chimenea. ¿Whisk…? ¿Qué te pasa, por qué esa cara?
-Necesito un gran favor -dije afando.
-Claro -Eduardo le dio un sorbo rápido a su whisky.
-Necesito incinerar este brazo en tu chimenea -levanté la bolsa semitransparente con la parte humana en cuestión.
Una explosión de licor salió de la boca de Jorge, seguida de tosidos.
-¿Qué? ¿Estás loco? ¿Qué es eso, por Dios? -dijo cuando medio se repuso.
-Un brazo -dije, mientras me limpiaba la cara de la aspersión de trago-. Luego te explico. No tengo mucho tiempo.
-No, no, no -sacudió los brazos como aspas, habló a borbotones-. No traigas eso acá. Llévatelo. ¿De quién es? Bótalo en una caneca. Tíralo a un potrero.
-Lo encontrarían. No puedo. Hay cámaras.
-Te van a matar por eso.
– No te preocupes. El dueño está afuera, en el carro.
Sus ojos casi se le desprenden de la cara.
-¿A quién secuestraste? Voy a llamar a la…
-A nadie, calma -lo interrumpí-. Es un miembro del cartel de los Zarcos condenado a muerte. Quiere huir a Estados Unidos, pero les tatúan un número en el brazo -levanté la bolsa y se lo señalé-. Él decidió cortárselo.
[Andrés Kozlowicz]