Testigo silencioso

Siempre volvía a casa tarde en la noche y atravesaba, veloz y alerta, el lote abandonado.

Pero justo en esa ocasión miraba el teléfono, dichoso aparato, y de la nada dos tipos salieron a mi paso.

-¡Quieto! -dijo uno de ellos, de camisa negra, y apuntó un revólver a mi pecho.

Quedé paralizado. Ni siquiera logré abrir la boca para decir que se llevaran mis pertenencias y no me hicieran daño.

El otro hombre, de ropa sucia y raída, mirada cristalina y errática, carraspeó al hablar:

-Este… este sirve, matemos a este.

Un resuello involuntario escapó de mi boca.  

-¿Seguro? -preguntó el del revólver.

-Sí, sí, sí -dijo ansioso el andrajoso-, que aprendan a no traicionar, a no robar.

-No, no, no -alegué, por fin, a borbotones-. Soy inocente… yo… les juro… nada.

-Jejeje, claro que es inocente -afirmó desquiciado el de ojos como canicas-. Pero alguien nos roba la mercancía. La gente necesita un escarmiento.

-Perfecto -dijo el de camisa negra.  

-No, no, no -le imploré a él, el más cuerdo de los dos, si puede serlo alguien que detiene a otro a punta de pistola en un parque para matarlo.

No se conmovió. Apretó los músculos de su cara y del brazo en que sostenía el revólver.

Dios.

Supe que dispararía.

Contuve la respiración.

No había más que hacer.

Era el fin.

El hombre giró su brazo, apuntó el cañón hacia su compañero y apretó el gatillo.

Un fogonazo salió del arma y un restallido me estremeció los tímpanos.

Si antes mi corazón galopaba, con eso explotó.

-¿Qué, qué…? -balbuceé desconcertado al tiempo que el cuerpo del hombre andrajoso caía fulminado al suelo.

-Silencio -dijo el hombre-. Va a caminar conmigo hasta que estemos lejos. Si encontramos policías, o me buscan luego con cámaras, usted dirá que este tipo me iba a atracar y que le disparé en legítima defensa.

-Pero… por… por…

-Robaba mercancía. Pensaba pasarse a la banda rival. Ahora, usted, colabore. No quiero hacerle daño después. Me llevo sus documentos. Además, ya lo escuchó, el tipo quería matarlo para cubrirse.

Creo que asentí, de nuevo sin habla.

Caminamos juntos unos quince minutos, hasta que el hombre se perdió en la oscuridad de la noche.

No dije nada al respecto. Ni entonces, ni después.

El hombre andrajoso no merecía la muerte.

Pero yo tampoco buscaría problemas con una denuncia cuando su intención era matarme sin motivo.

Que yo sepa, nunca nadie investigó el crimen.

Unos meses después, por azar, encontré la foto del hombre de la camisa negra en la portada de un diario amarillista que colgaba en la reja exterior de la tienda del barrio:

“Abaleado líder de pandilla en enfrentamiento a campo abierto”.

Solté un silbido de asombro, entré a la tienda y compré el paquete de chicles por el que iba.

Nunca volví a atravesar el lote abandonado.

1 comentario en “Testigo silencioso

Deja un comentario